martes, 7 de julio de 2009

El aprendiz de yogui

La conocí en clases de yoga. Se sentaba entre dos viejitas, atrás de una ruca culona que decía asistir porque le dolían los juanetes. Para esto, yo me colocaba hasta atrás, donde daban vuelta los pedos. No había mejor lugar. Desde allí podía mirar con calma los pezones de la maestra, hinchados bajo su camiseta de Mickey Mouse.
La primera clase nomás la vi. Me pareció decente pero incluso así quise atorarle. Me gustaron sus ojos y la manera en la que hacía el gato. Se arqueaba toda en el cóncavo y ni qué decir en el convexo. Aunque suene incoherente, se puede decir que era perra pa’l gato.
La segunda clase le hablé. Bueno, sólo le dije hola, pero ya era un adelanto considerando que uno de mis compañeros lucía bien gandalla y la miraba con lujuria. Por eso mismo, casi para terminar la meditación fingí errar mis movimientos y dejé caer el puño sobre los güevos del tal cabrón. ¡Ándele!, para que vea con quién se mete. Eso sí, me remordió la conciencia privar a la maestra de un alumno, porque ese mono ya no volvió. Quizás andaba por las calles lamentando la infertilidad en la que lo había dejado un aprendiz de yogui.
La tercera clase fue la del inicio del ataque. Le cerré un ojo cuando todos anudados realizábamos una bharadvajasana. Y pa’ mi suerte, tan la saqué de onda que la desconcentración la hizo caer con uno de sus coditos sobre la alfombra. Por supuesto, rápido le pregunté si se sentía bien y le pedí a la maestra un poco del aceite de almendras del que nos daba para el masaje final. Se lo froté con ternura canibalezca, con ganas de morderle el brazo. Me dijo que se llamaba Mirna, y todo habría seguido bien si no fuese porque la culona me pidió que luego le sobara a ella el juanete. Me espanté y volví a mi lugar para continuar la sesión.
Al salir de la clase me le pegué, pues había visto que tomaba el Universidad a dos cuadras de la casa de la maestra. Me agradeció la atención médica brindada, y le inventé un cuento según el cual había tomado un curso de primeros auxilios en la Cruz Roja y hasta sabía sacar los vómitos atorados. Cuando nos subimos al urbano, me di cuenta que estaba funcionando el gato que para la buena suerte le había tirado a los demonios, pues sólo había dos espacios libres, uno junto al otro. Nos sentamos como hermanitos. Me fui sintiendo sus caderas, y mirando de reojo la parte baja de su espalda para deleitarme con la tirita de bikini que surgía entre su pantalón a la cadera y su blusa cortita. Como para acabar de ponerme filoso, noté que le había entrado a la moda de tatuarse encima de la raya en medio, de la barba partida. Tenía una mariposota, la cual juzgué monarca.
Total que era una chavita medio ñoña, pero consciente de su puercazo, y ganosa acá conmigo, según yo. Durante la ruta intercambiamos correos para encontrarnos en el Messenger. También me dijo que estaba en el yoga porque la relajaba. Yo le dije la verdad: me había inscrito porque me habían dicho que con el yoga se derrota la timba.
La cuarta clase, alguien que nunca confesó nos pasó la gripa a todos. Por eso no nos vimos sino hasta dentro de tres clases. Bueno, ella y yo sí, pero otra variedad. Las viejitas y doña culona no habían aguantado vara con el virus. Pero nosotros, vía Messenger, nos dimos color de que la habíamos levantado antes y acordamos una cita para no estar meditando uno en el otro.
Fuimos a ver jugar a un primo suyo que militaba en las Mojarritas Voladoras de Ciudad Mante, tercera división, quienes ese día recibían al líder del campeonato, los Perros Gonorreicos de Tingüindín. No pasé a su casa por ella porque la muy ladina le había dicho a su jefa que iría a unos rosarios con sus amigas mochilonas. Mejor nos encontramos a una cuadra del campo.
Las gradas estaban llenas, y de nuevo nuestros karmas nos pusieron juntitos. Compramos unos pistaches aguados y dos bolsas de horchata blanca blanca, cual semen de marino recién desembarcado. Los hicimos a un lado mientras ella abría su sombrilla y yo me quitaba los restos de una miércoles de perro bien apestosota que había pisado cerca de la gradería.
La tarde estaba limpiecita cuando los jugadores entraron a la cancha y Mirna levantó su dedito pálido, suavecito, todo hermoso, para señalar a su primo Omar. ‘Taba grande y mama’o el güey, era un delantero cazagoles, troncote y cabeceador. Luego vino la polvareda de los dos equipos. La gente coreaba, insultaba a los visitantes, se echaban sobre las bandas. El sol cegaba a los jugadores, los mandaba al frente casi sin ver, Omar atropellaba rivales, el árbitro pitaba y rugía para hacerse respetar. Patadas, desbordes, rasguños, gritos, pellizcos, barridas, taquitos, escupitajos, paredes, planchas, centritos, atajadas, jalones, reclamos, fintas, túneles, codazos, banquitos, gambetas, piquetes de ojos, recortes y disparos en el 1 a 1 de nuestra primera cita.
La quinta clase, cuando a escondidas le conté a la maestra, me dijo que el marcador era una buena señal por parte de las energías universales. Como quien dice, nos ponían al tú por tú, tal cual habían jugado los equipos aquel día. No le creí demasiado hasta el final de la clase cuando Mirna me regaló una camiseta de las Mojarritas y supe que en verdad le pasaba.
Entonces que me aloco, me la llevé a cenar al restaurante vegetariano, y después... pos pa’ que pinte el guisado, nomás con chile color. Por eso nos ves todos los domingos en misa y cada quince días en el estadio. Al yoga no volvimos porque la panza me siguió creciendo hasta que empecé a correr todas las tardes con el Omar.

1 comentario:

  1. No puedo parar de reír mi Marco. Busca a Su Divina Gracia Abhay Charanaravinda Bhaktivedanta Swami Prabhupāda y dile que haga las gestiones correspondientes para reencarnar en algo que te permita, medianamente, cazar tus minas y evadir los juanetes. La huasteca sigue igual.

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