martes, 7 de julio de 2009

I

Me preguntó por la vida y le dije que tenía muchas cosas bellas. Que había elotes, caderas redondas, cielos y tardes ventosas, edificios del XIX, huapangos, cepillos dentales de colores, panqués de nuez, fútbol, jugos de frutas, sonrisas, bicicletas, ríos, bellos ombligos, pastizales, noches frescas, soles quemantes.
Sonrío y se me aventó a las rodillas.

El aprendiz de yogui

La conocí en clases de yoga. Se sentaba entre dos viejitas, atrás de una ruca culona que decía asistir porque le dolían los juanetes. Para esto, yo me colocaba hasta atrás, donde daban vuelta los pedos. No había mejor lugar. Desde allí podía mirar con calma los pezones de la maestra, hinchados bajo su camiseta de Mickey Mouse.
La primera clase nomás la vi. Me pareció decente pero incluso así quise atorarle. Me gustaron sus ojos y la manera en la que hacía el gato. Se arqueaba toda en el cóncavo y ni qué decir en el convexo. Aunque suene incoherente, se puede decir que era perra pa’l gato.
La segunda clase le hablé. Bueno, sólo le dije hola, pero ya era un adelanto considerando que uno de mis compañeros lucía bien gandalla y la miraba con lujuria. Por eso mismo, casi para terminar la meditación fingí errar mis movimientos y dejé caer el puño sobre los güevos del tal cabrón. ¡Ándele!, para que vea con quién se mete. Eso sí, me remordió la conciencia privar a la maestra de un alumno, porque ese mono ya no volvió. Quizás andaba por las calles lamentando la infertilidad en la que lo había dejado un aprendiz de yogui.
La tercera clase fue la del inicio del ataque. Le cerré un ojo cuando todos anudados realizábamos una bharadvajasana. Y pa’ mi suerte, tan la saqué de onda que la desconcentración la hizo caer con uno de sus coditos sobre la alfombra. Por supuesto, rápido le pregunté si se sentía bien y le pedí a la maestra un poco del aceite de almendras del que nos daba para el masaje final. Se lo froté con ternura canibalezca, con ganas de morderle el brazo. Me dijo que se llamaba Mirna, y todo habría seguido bien si no fuese porque la culona me pidió que luego le sobara a ella el juanete. Me espanté y volví a mi lugar para continuar la sesión.
Al salir de la clase me le pegué, pues había visto que tomaba el Universidad a dos cuadras de la casa de la maestra. Me agradeció la atención médica brindada, y le inventé un cuento según el cual había tomado un curso de primeros auxilios en la Cruz Roja y hasta sabía sacar los vómitos atorados. Cuando nos subimos al urbano, me di cuenta que estaba funcionando el gato que para la buena suerte le había tirado a los demonios, pues sólo había dos espacios libres, uno junto al otro. Nos sentamos como hermanitos. Me fui sintiendo sus caderas, y mirando de reojo la parte baja de su espalda para deleitarme con la tirita de bikini que surgía entre su pantalón a la cadera y su blusa cortita. Como para acabar de ponerme filoso, noté que le había entrado a la moda de tatuarse encima de la raya en medio, de la barba partida. Tenía una mariposota, la cual juzgué monarca.
Total que era una chavita medio ñoña, pero consciente de su puercazo, y ganosa acá conmigo, según yo. Durante la ruta intercambiamos correos para encontrarnos en el Messenger. También me dijo que estaba en el yoga porque la relajaba. Yo le dije la verdad: me había inscrito porque me habían dicho que con el yoga se derrota la timba.
La cuarta clase, alguien que nunca confesó nos pasó la gripa a todos. Por eso no nos vimos sino hasta dentro de tres clases. Bueno, ella y yo sí, pero otra variedad. Las viejitas y doña culona no habían aguantado vara con el virus. Pero nosotros, vía Messenger, nos dimos color de que la habíamos levantado antes y acordamos una cita para no estar meditando uno en el otro.
Fuimos a ver jugar a un primo suyo que militaba en las Mojarritas Voladoras de Ciudad Mante, tercera división, quienes ese día recibían al líder del campeonato, los Perros Gonorreicos de Tingüindín. No pasé a su casa por ella porque la muy ladina le había dicho a su jefa que iría a unos rosarios con sus amigas mochilonas. Mejor nos encontramos a una cuadra del campo.
Las gradas estaban llenas, y de nuevo nuestros karmas nos pusieron juntitos. Compramos unos pistaches aguados y dos bolsas de horchata blanca blanca, cual semen de marino recién desembarcado. Los hicimos a un lado mientras ella abría su sombrilla y yo me quitaba los restos de una miércoles de perro bien apestosota que había pisado cerca de la gradería.
La tarde estaba limpiecita cuando los jugadores entraron a la cancha y Mirna levantó su dedito pálido, suavecito, todo hermoso, para señalar a su primo Omar. ‘Taba grande y mama’o el güey, era un delantero cazagoles, troncote y cabeceador. Luego vino la polvareda de los dos equipos. La gente coreaba, insultaba a los visitantes, se echaban sobre las bandas. El sol cegaba a los jugadores, los mandaba al frente casi sin ver, Omar atropellaba rivales, el árbitro pitaba y rugía para hacerse respetar. Patadas, desbordes, rasguños, gritos, pellizcos, barridas, taquitos, escupitajos, paredes, planchas, centritos, atajadas, jalones, reclamos, fintas, túneles, codazos, banquitos, gambetas, piquetes de ojos, recortes y disparos en el 1 a 1 de nuestra primera cita.
La quinta clase, cuando a escondidas le conté a la maestra, me dijo que el marcador era una buena señal por parte de las energías universales. Como quien dice, nos ponían al tú por tú, tal cual habían jugado los equipos aquel día. No le creí demasiado hasta el final de la clase cuando Mirna me regaló una camiseta de las Mojarritas y supe que en verdad le pasaba.
Entonces que me aloco, me la llevé a cenar al restaurante vegetariano, y después... pos pa’ que pinte el guisado, nomás con chile color. Por eso nos ves todos los domingos en misa y cada quince días en el estadio. Al yoga no volvimos porque la panza me siguió creciendo hasta que empecé a correr todas las tardes con el Omar.

jueves, 18 de junio de 2009

GALAXIE 500

Fue parte de mi mundo. Cada vez más, pero fugazmente. Como esas cervezas que tomas durante un tiempo y al final abandonas sin nunca volver a ellas.
Le seguí la pista cerca de dos años. Tendría unos 50 pero envejecía rápido. No había día que no se le encontrase en un gran coche azul, chillante y claro, que afeaba una esquina. Jamás vi que moviese la gran chatarra que en los años sesenta había sido último modelo y coche de fin de semana. Tampoco salía de ella. Si hacía sol, sudaba como diablo al calor de 40 grados, metido en aquella tetera con ruedas. Si golpeaban los nortes, allí estaba con las ventanillas hasta arriba, respirando su propio aliento, metido en un gorro tieso de mugre. De noche, con linterna; y de día, soñoliento. No bajaba en días festivos ni de guardar –si es que existen.
La primera vez que lo vi pensé que su mujer lo habría echado de casa y forzado a utilizar el coche como dormitorio. Al día siguiente, con el sol en la visera de la gorra, pasé por su calle camino a la parada del autobús urbano. Era lo suficientemente tarde como para que se tratase de un simple disgusto matrimonial y tuve la idea de una borrachera terminada frente al volante en una calle tranquila.
Pero en mi ir y venir me di cuenta de que siempre estaba allí, misterioso e inevitable. De vez en cuando algún hombre con pinta de desempleado, en pantaloncillo corto y playera desgastada, platicaba con él desde la acera. Parecían charlas de briagos consuetudinarios o de mecánicos ansiosos de ver a su equipo de fútbol ganar en domingo. En otras ocasiones, algún vendedor de agua purificada dejaba el triciclo en el que movía los botellones, verdes y casi enlamados, para acercarse y murmurar de manera despistada.
Un día nublado solté otra hipótesis: era un jubilado y pasaba allí sus días realizando viajes imaginarios en la más grande de sus antiguas fuentes de placer. Quizás devoraba kilómetros de carreteras hoy convertidas en autopistas. O tal vez paseaba en su hamaca mecánica a alguna secretaria de tacones altos, de esas que hoy en día se apagan en un asilo. Sin descartarlo, también pensé en un desempleado entregado a la depresión, convencido de que nunca más el mundo confiaría en él, consciente de que difícilmente alguien le volvería a pedir cuentas y otorgar quincenas de miseria.
Se convirtió en una presa. Me vi estudiándolo; analizando su mirada vidriosa y amarilla, sus gestos y los de quienes se ponían a su alcance; buscando significados en sus movimientos; contándole las horas. Lo guardé como un asunto personal al igual que las hemorroides le pertenecen sólo a uno para automedicarse y tentarse a escondidas. No puse a prueba la astucia de otros, e incluso me preocupaba que alguien lo descubriese y empezase a estudiarlo como yo.
Cuando me enteré de la verdad, y mis hipótesis se desintegraron por causa de la fuerza centrífuga que sólo la realidad posee, no pude más que admirarle: aquello era un trabajo y era un hombre entregado al mismo. Si estaba siempre allí, era porque en ese lugar se le entregaban drogas que luego vendía en dosis. Trabajaba sin cesar, con profesionalismo, dando todo de sí para la prosperidad de su negocio; con una voluntad férrea que vencía lo más artero de los elementos naturales y las más grandes exigencias sociales. Había renunciado al mundo para brindarse por entero a su trabajo. Era un profesional de aquellos que los presidentes consideran el ciudadano que la patria necesita. El empleado que todo empleador desea.
Qué importaba que su mujer estuviese en casa deseando tenerlo con sus hijos. Ni amigos ni el Mundial de Fútbol ni las quinceañeras de la familia ni los table dances ni las enfermedades lograban distraerlo de su objetivo.
Una noche de esas en que apenas llueve y los departamentos vecinos parecen supermercados vacíos, decidí establecer contacto. Para mi sorpresa, no sólo vivía obsesionado con su trabajo, sino que también era un tipo competente. Casi sin hablar, sin perder su mutismo, sin que yo entendiese cómo, me prometió satisfacción y pidió moneda fraccionaria. Luego latigueó su brazo cual pitcher y tomó el dinero mientras soltaba un sobre en la palma de mi mano. ¡Cuán plástico, rápido, y certero era el movimiento con el que cerraba el trato! Hacía lo que todo atleta hubiese querido lograr.
La última vez que pude espiarle fue a través del periódico. Había perseguido una cuadra al voceador y volvía pensando en desayunar deprisa para luego correr a trabajar. Siempre la nota roja había sido mi favorita, pero ese día la odié pues aquel ser admirable había sido aprehendido. Los grises dizque guardianes del orden lo presentaban a los medios para que anunciasen los avances en materia de seguridad. El diario se sentía con derecho a calificarlo de peligroso y deshonesto cuando dudo que algún periodista fuese la mitad de lo que era el chofer imaginario. Me pregunté quién decidía qué era lo justo y aceptable. Se habían llevado al más grande de mis compatriotas.
Al paso del tiempo pensé en ir a visitarlo al penal, mas luego decidí dejarlo arrugarse en paz. De seguro, ya habría dado muestras de buena conducta y sería ejemplo de trabajo. Estaría bien y con un negocio muy próspero. Quizás extrañaría el tablero de un Galaxie 500.