jueves, 18 de junio de 2009

GALAXIE 500

Fue parte de mi mundo. Cada vez más, pero fugazmente. Como esas cervezas que tomas durante un tiempo y al final abandonas sin nunca volver a ellas.
Le seguí la pista cerca de dos años. Tendría unos 50 pero envejecía rápido. No había día que no se le encontrase en un gran coche azul, chillante y claro, que afeaba una esquina. Jamás vi que moviese la gran chatarra que en los años sesenta había sido último modelo y coche de fin de semana. Tampoco salía de ella. Si hacía sol, sudaba como diablo al calor de 40 grados, metido en aquella tetera con ruedas. Si golpeaban los nortes, allí estaba con las ventanillas hasta arriba, respirando su propio aliento, metido en un gorro tieso de mugre. De noche, con linterna; y de día, soñoliento. No bajaba en días festivos ni de guardar –si es que existen.
La primera vez que lo vi pensé que su mujer lo habría echado de casa y forzado a utilizar el coche como dormitorio. Al día siguiente, con el sol en la visera de la gorra, pasé por su calle camino a la parada del autobús urbano. Era lo suficientemente tarde como para que se tratase de un simple disgusto matrimonial y tuve la idea de una borrachera terminada frente al volante en una calle tranquila.
Pero en mi ir y venir me di cuenta de que siempre estaba allí, misterioso e inevitable. De vez en cuando algún hombre con pinta de desempleado, en pantaloncillo corto y playera desgastada, platicaba con él desde la acera. Parecían charlas de briagos consuetudinarios o de mecánicos ansiosos de ver a su equipo de fútbol ganar en domingo. En otras ocasiones, algún vendedor de agua purificada dejaba el triciclo en el que movía los botellones, verdes y casi enlamados, para acercarse y murmurar de manera despistada.
Un día nublado solté otra hipótesis: era un jubilado y pasaba allí sus días realizando viajes imaginarios en la más grande de sus antiguas fuentes de placer. Quizás devoraba kilómetros de carreteras hoy convertidas en autopistas. O tal vez paseaba en su hamaca mecánica a alguna secretaria de tacones altos, de esas que hoy en día se apagan en un asilo. Sin descartarlo, también pensé en un desempleado entregado a la depresión, convencido de que nunca más el mundo confiaría en él, consciente de que difícilmente alguien le volvería a pedir cuentas y otorgar quincenas de miseria.
Se convirtió en una presa. Me vi estudiándolo; analizando su mirada vidriosa y amarilla, sus gestos y los de quienes se ponían a su alcance; buscando significados en sus movimientos; contándole las horas. Lo guardé como un asunto personal al igual que las hemorroides le pertenecen sólo a uno para automedicarse y tentarse a escondidas. No puse a prueba la astucia de otros, e incluso me preocupaba que alguien lo descubriese y empezase a estudiarlo como yo.
Cuando me enteré de la verdad, y mis hipótesis se desintegraron por causa de la fuerza centrífuga que sólo la realidad posee, no pude más que admirarle: aquello era un trabajo y era un hombre entregado al mismo. Si estaba siempre allí, era porque en ese lugar se le entregaban drogas que luego vendía en dosis. Trabajaba sin cesar, con profesionalismo, dando todo de sí para la prosperidad de su negocio; con una voluntad férrea que vencía lo más artero de los elementos naturales y las más grandes exigencias sociales. Había renunciado al mundo para brindarse por entero a su trabajo. Era un profesional de aquellos que los presidentes consideran el ciudadano que la patria necesita. El empleado que todo empleador desea.
Qué importaba que su mujer estuviese en casa deseando tenerlo con sus hijos. Ni amigos ni el Mundial de Fútbol ni las quinceañeras de la familia ni los table dances ni las enfermedades lograban distraerlo de su objetivo.
Una noche de esas en que apenas llueve y los departamentos vecinos parecen supermercados vacíos, decidí establecer contacto. Para mi sorpresa, no sólo vivía obsesionado con su trabajo, sino que también era un tipo competente. Casi sin hablar, sin perder su mutismo, sin que yo entendiese cómo, me prometió satisfacción y pidió moneda fraccionaria. Luego latigueó su brazo cual pitcher y tomó el dinero mientras soltaba un sobre en la palma de mi mano. ¡Cuán plástico, rápido, y certero era el movimiento con el que cerraba el trato! Hacía lo que todo atleta hubiese querido lograr.
La última vez que pude espiarle fue a través del periódico. Había perseguido una cuadra al voceador y volvía pensando en desayunar deprisa para luego correr a trabajar. Siempre la nota roja había sido mi favorita, pero ese día la odié pues aquel ser admirable había sido aprehendido. Los grises dizque guardianes del orden lo presentaban a los medios para que anunciasen los avances en materia de seguridad. El diario se sentía con derecho a calificarlo de peligroso y deshonesto cuando dudo que algún periodista fuese la mitad de lo que era el chofer imaginario. Me pregunté quién decidía qué era lo justo y aceptable. Se habían llevado al más grande de mis compatriotas.
Al paso del tiempo pensé en ir a visitarlo al penal, mas luego decidí dejarlo arrugarse en paz. De seguro, ya habría dado muestras de buena conducta y sería ejemplo de trabajo. Estaría bien y con un negocio muy próspero. Quizás extrañaría el tablero de un Galaxie 500.